Las horas posteriores al terremoto nos hicieron apreciar como junto a los primeros rayos del sol, las calles de la ciudad se desnudaban de sus disfraces tecnológicos y mostraban un escenario frívolo, pero a la vez enormemente cálido desde el punto de vista humano. La réplica social comenzaba. La gentileza y la solidaridad afloraban como nunca en un país como el nuestro, sometido desde siempre a la convivencia competitiva del capitalismo, donde la norma es la desconfianza en el prójimo y el éxito individual. Las primeras horas de aquel apocalíptico domingo nos mostraban la infinita preocupación por el incierto futuro que se nos presentaba, las noticias radiofónicas acerca de la destrucción absoluta de poblados costeros y l@s centernares de fallecid@s, sembraban la incertidumbre acerca de nuestras capacidades como sociedad para afrontar la nueva y extraña realidad. Incertidumbre que rápidamente se difuminaba ante la solución colectiva que tuvo el problema principal… el abastecimiento de lo necesario para vivir, aquello que lamentablemente es accesible sólo en calidad de mercancía, tristemente ordenada en las frías vitrinas con que el capitalismo las exhibe como productos y a la vez trofeos de guerra… una larga guerra. Y es que aquella iniciativa masiva de respuesta ante la escasez absoluta fueron los saqueos… tema enormemente discutido en la prensa corporativa en virtud de su estigma social en cuanto a “robo”, propiciado por los círculos de poder a través de sus medios de comunicación.
No discutiremos aquí la naturaleza de la propiedad privada en las sociedades capitalistas, pero dejaremos clara nuestra postura como orgullos@s saqueador@s que fuimos. Y es que personalmente pienso que toda la discusión se vuelve fácil de resolver cuando recuerdo la cara de asombro, desconcierto y profunda impresión de un señor de avanzada edad al ingresar en las rebosadas bodegas de un gran supermercado penquista. Su exaltada exclamación fue algo así: “¡Tantas cosas que tienen aquí! Frase que puede servirnos para guiar la discusión hacia el problema de raíz que tienen los saqueos: la acumulación de bienes en privilegiadas manos. Porque fue la naturaleza y su movimiento tectónico la encargada de hacer el solemne traspaso de las mercancías desde su aparente origen privado hacia una improvisada especie de propiedad comunitaria. La suspensión temporal del abastecimiento de los artículos básicos, nos mostró que la dependencia absoluta de las grandes cadenas comerciales no es un aspecto de nuestro sistema social del cual se deba hacer alarde. Frente a la escasez, el saqueo generalizado. La gente no se sentó a esperar a que restablecieran el sistema para poder comer. La acción directa expropiadora derribó las barreras económicas y culturales que nos dividen de los bienes materiales que la sociedad produce, a este respecto recuerdo claramente la infinidad de asados de los cuales gozaron como nunca los barrios populares de Concepción, Coronel y Lota. Fueron horas marcadas por una extraña mezcla de preocupación y felicidad.
Si bien la población se volcó entusiasta y solidariamente sobre los supermercados a abastecerse como nunca más podrán, hubo no pocos casos de personas animadas por el lucro y el éxito individual (antivalores pilares de la sociedad capitalista) que decidieron saquear para luego vender los artículos en el mercado negro a precios elevadísimos, escenario soportado por desesperados padres en busca de leche y pañales para bebés. A pesar de no haber sido masivos los casos de este tipo, la prensa[1] se aprovechó de aquello para hacer parecer al pueblo saqueador como una masa violenta, incontrolable y despiadada. Caricatura que alcanzó el clímax cuando comenzó a transmitirse, por aquella suerte de monopolio radiofónico, la paranoica noticia de los supuestos e inexistentes pillajes y saqueos entre barrios. Si hubiésemos creído la totalidad de lo descrito por estos señores, las famosas “hordas de Boca Sur y Nonguén”[2] estarían inscritas en el Record Guinness por recorrer toda la Octava Región saqueando a indefensas familias en un increíble esfuerzo organizativo que supone por otra parte, la defensa de sus propios hogares ante las hordas rivales y así… un interminable círculo vicioso de violencia entre pares que sólo tuvo lugar en las mentes de las autoridades y empresari@s que vieron en la difusión de estas patrañas, la oportunidad para que la población sintiera temor de sus vecin@s, l@s mism@s con l@s cuales empezaba a interactuar como nunca antes; organizando el entorno, satisfaciendo las necesidades comunes (agua, alimento y seguridad) y abriendo la posibilidad para evidenciar en la práctica que otras formas de relación solidaria son posibles al margen de la rutina egoísta del capitalismo. Sin lugar a dudas, estos aspectos fueron los que determinaron la estrategia del poder, que hábilmente pudo fomentar en la ciudadanía el reclamo iracundo de presencia militar en las calles a fin de “reestablecer el orden” y terminar la aventura comunitaria. El despliegue de las belicosas tropas y la aplicación implacable del represivo toque de queda, no tenían como real objetivo resguardar del saqueo a estas mega-corporaciones capitalistas, como tampoco revisar el contenido de los veloces carros de supermercado que corrían libres por las calles, sino que fue reconstruir el frágil pilar estructural de su sistema político-económico: el respeto a la propiedad privada. La vuelta a la normalidad nos recordaba el respeto a los uniformes, el valor del papel que llamamos dinero y que la forma individual de resolver los problemas comunes es la ley de la selva en este lado del mundo. La réplica social terminaba.
Lecciones ante una sociedad hiper-estatizada
La lección que recogemos de nuestra experiencia es, aparte de tener siempre al alcance linternas y baterías, crear con urgencia organizaciones populares y redes sociales que nos aseguren autonomía con respecto a la “caridad” estatal (y empresarial) y los tiempos que pueda demorar en atender nuestras más elementales demandas en tiempos de catástrofe como éstos. Dicho ejercicio debe suponer una superación de la ultra-centralización burocrática del sistema de gobierno que padecemos, que sólo nos lleva a depender de un rígido y esquematizado entramado de jerarquías que hacen imposible la autoorganización en nuestras poblaciones. Cuestión que nos ayudaría a mejorar nuestro atrofiado estilo de vida, que nos somete a una convivencia hiper-individualizada en la que nuestras relaciones sociales se limitan al tedioso ambiente laboral y a los polarizados escenarios patrón-empleado, profesor-estudiante y ofertante-demandante. Quizá el mejor aprendizaje colectivo que deje este desastroso episodio sea: por un lado superar nuestros limitados parámetros político-culturales, y por otro fortalecer nuestras precarias redes, entre nuestros círculos más cercanos, sobre todo en los barrios, donde gracias a esta coyuntura nos vimos en la necesidad de conversar, saludar y aprender entre vecinos.
[2] Barrios periféricos de la ciudad de Concepción, históricamente estigmatizados bajo el argumento de altos índices de pobreza, delincuencia y drogadicción.